-Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche -dijo la
muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda,
lo colocó sobre mi rodilla.
-Gracias -me miré la rodilla. El calor del brazo la
penetraba.
-Pondré el anillo. Para recordarte que es mío -sonrió y
levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho-. Por favor -con un solo
brazo era difícil para ella quitarse el anillo.
-¿Es un anillo de compromiso?
-No, un regalo. De mi madre.
Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
-Tal vez se parezca a un anillo de compromiso, pero no me
importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi
madre.
Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo
y lo deslicé en el anular.
-¿En éste?
-Sí -asintió ella-. Parecería artificial si no se doblan los
dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios
contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.
-Ahora se moverán.
-Gracias -recuperé el brazo-. ¿Crees que me hablará? ¿Me
dirigirá la palabra?
-Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo
tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que
digas, si eres bueno con él.
-Seré bueno con él.
-Hasta la vista -dijo, tocando el brazo derecho con la mano
izquierda, como para infundirle un espíritu propio-. Eres suyo, pero sólo por
esta noche.
Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
-Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo
-dijo-. Pero no importa. Adelante, hazlo.
-Gracias.
======
Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles
envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un
tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la
muchacha, lloraba o profería una exclamación.
Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano
derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo
tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que
el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del
brazo sino de mi propia felicidad.
Ella se había quitado el brazo en el punto que más me
gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la
parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha
occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una
redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y
tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se
marchitaría, se volvería fláccida. Al ser algo que duraba un breve momento en
la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su
cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para
llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la
redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería
grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en
flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.
Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de
la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo
contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la
primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había
comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la
redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido
tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La
articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El
vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha
estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva
con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los
hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la
base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía
proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había
prestado el brazo por esta redondez del hombro.
Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la
muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo,
y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así,
pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi
mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por
un hombre.
La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y
mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la
trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje
era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media
hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las
noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los
muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces
de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad
invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de
lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores
advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del
zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la
humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la
tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas
debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban
directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.
Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la
advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto
nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de
la muchacha. Esta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que
esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la
radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.
Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la
gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme.
Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.
-No te preocupes -dije-. Estaba muy lejos, no podía vernos.
Por eso hizo sonar la bocina.
Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas
direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a
otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a
nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color
violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi
pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía
hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo
que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no
podía conducir con uno solo. Pero, ¿acaso la mujer del coche no había visto lo
que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que
ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi
apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No
distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego
surgió de pronto y desapareció.
«Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de
conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá –murmuré para mí mismo-. ¿Y qué era
lo que iba sentado en el asiento trasero?»
Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos
de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche
conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo
que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no
era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el
brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una
noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su
coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle,
protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz
violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.
Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé
escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y
desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga.
Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron
incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría
adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi
regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas.
Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como
luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan
pequeñas, como polillas, que invitaban al error.
Evitando el ascensor automático, me escabullí por las
estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta
dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano,
como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría
esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era
la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por
eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.
-Adelante -dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando
por fin abrí la puerta-. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.
-¿Tienes miedo de algo? -pareció decir el brazo-. ¿Hay algo
aquí dentro?
-¿Crees que puede haberlo?
-Percibo cierto olor.
-¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí
arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi
regreso.
-Es un olor dulce.
-¡Ah!, la magnolia -contesté con alivio.
Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un
capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando
a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
-Permíteme que encienda la luz -una extraña observación,
viniendo del brazo-. Aún no conocía tu habitación.
-Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora
nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta.
Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa,
junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que
pudieran ser tan brillantes.
La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era
un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la
mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras
recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre
la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres
en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.
-Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
-Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si
descansaras un poco?
Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo
acaricié suavemente.
-Qué bonita. Me gusta -el brazo debía referirse a la colcha,
que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado
para un hombre que vivía solo-. De modo que aquí es donde pasaremos la noche.
Estaré muy quieto.
-¿Ah, sí?
-Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con
minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los
dedos.
Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas
poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con
tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O
acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su
interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo,
no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las
uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos
que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de
tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar
brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi
anhelo, la transformaba en rocío.
Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre,
contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo
tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo
también.
-¿Sientes cosquillas? -pregunté-. Seguro que sí.
Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los
dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho
al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.
Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había
prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me
había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas,
eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las
cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un
cosquilleo cuando algo las rozaba.
Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella
continuó:
-Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te
toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio...
¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña?
Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia
pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No
cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las
yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en
cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.
En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado
el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de
semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había
prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
-La ventana -no advertí que la ventana estaba abierta, sino
que la cortina estaba descorrida.
-¿Habrá algo que mire hacia adentro? -preguntó el brazo de
la muchacha.
-Un hombre o una mujer, nada más.
-Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
-¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
-Muy lejos -dijo el brazo, como cantando para consolarme-.
La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
-¿Y llegan a encontrarlos?
-Muy lejos -repitió el brazo.
Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a
una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan
lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente,
confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No
habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las
lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que
la propia muchacha aún no había visitado.
La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo
extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la
noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en
una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
-Cerraré la ventana -dije, asiendo la cortina.
También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la
ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en
correr la cortina. Mi rostro desapareció.
De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de
un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la
ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez
mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose
mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de
cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso
noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De
hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.
-Es hermosa -dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté
de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el
de la colcha.
-¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que
tirarla -me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla-. Eso sí que
es hermoso. Más hermoso que todo.
Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el
hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
-Pórtate bien -dijo el brazo, como sonriendo suavemente-.
¿Te diviertes?
-Nada en absoluto.
Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo
como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.
Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella
solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla.
La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en
ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas
expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos,
el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello,
todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el
cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba
de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños
labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una
música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a
través de la piel de su brazo.
El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba,
olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes y delicados para enviar ondas
de luz y sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de
los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo
había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar
daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé
estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
-Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo
permiso para cambiarte por mi propio brazo?
-Sí.
-En cierto modo, me asusta hacerlo.
-¿Ah, sí?
-¿Puedo?
-Por favor.
Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
-Dilo otra vez. Di «por favor».
-Por favor, por favor.
Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido
entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el
brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.
-Por favor -me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos
sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba-. «Jesús lloró. Entonces
dijeron los judíos: "¡Miren cuánto la amaba!»
Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la
historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o
quizá la sustitución era intencionada.
Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron.
La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.
Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo
con el brazo.
-¡Me haces daño! -se llevó la mano a la nuca.
Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca.
Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba
hinchando en su cabeza.
-No importa -se quitó todas las horquillas-. Sangro con
facilidad. Al menor contacto.
Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento
pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se
entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para
ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude
aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está
hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las
actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez
similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que
encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la
desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que
padezco.
Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de
la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata
estaba cortado, la taza de oro, destruida.
«Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la
otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado
parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría
independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las
palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas,
responsabilidad o remordimiento?
Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo
con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra
en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla.
Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.
-Me haces cosquillas. Pórtate bien -el brazo estaba en torno
a mi cuello, rehuyendo mis labios.
-Precisamente cuando bebía algo bueno.
-¿Y qué bebías?
No contesté.
-¿Qué bebías?
-El olor de la luz. De la piel.
La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la
magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio?
Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo
alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar
a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas,
muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que
estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si
se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las
nieblas de color extrañó son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben
cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.
-¿Cambiar de color? -murmuré-. ¿Volverse rosa o violeta?
Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía
condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire
una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor
de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y
enroscaba algo terrorífico.
Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo
prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer
vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa
de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la
ventana.
-Vámonos a la cama. Nosotros también.
Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba
levantado. Estar levantado era el terror.
Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la
mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me
observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me
había visto desnudándome en mi habitación.
Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su
lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.
Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia,
un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia,
sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los
míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran
calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.
-¿Estás dormido?
-No -replicó el brazo.
-Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
-¿Qué quieres que haga?
Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia
de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la
piel era agradable.
Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al
meterme en la cama.
-Las luces -me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
Me apresuré a recogerlo.
-¿Quieres apagar las luces? -me dirigí hacia la puerta-.
¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no
contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las
dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche,
sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla
encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el
brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el
interruptor.
Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo
junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque
estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi
lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se
dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado.
Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro.
El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato
coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más
rápido y cuál más lento.
Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve
período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso
estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos
felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus
hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como
este brazo.
Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso
que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy de
prisa y, también muy de prisa, volvía.
Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció
aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que
se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver.
Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el
interruptor que estaba junto a la almohada.
Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo
continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más
pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne,
como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro,
y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de
luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del
antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en
el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma y el dorso de la mano,
ydespués los dedos.
«Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las
palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la
muchacha.
Hubo un ligero sonido entrecortado -no pude saber si mío o
del brazo- y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.
El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en
el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
-¿Duele? ¿Te duele?
-No. Nada, nada -las palabras eran vacilantes.
Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
Tenía los dedos en la boca.
De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la
muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna
palabra.
-Por favor. Todo va bien -replicó el brazo. El temblor
cesó-. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante...
Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha
en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia
mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico,
sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción,
un paro, entre el brazo y el hombro.
-La sangre no fluye -prorrumpí-. ¿Verdad que no?
Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la
cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente.
Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha
estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con
el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo
sensación.
-¿Hay pulso? -pregunté al brazo-. ¿Está frío?
-Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que
el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más
femenino que antes.
-¿El pulso no se ha detenido?
-Deberías ser más confiado.
-¿Por qué?
-Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?
-¿Fluye la sangre?
-«Mujer, ¿a quién buscas? ¿Conoces el pasaje?»
-«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»»
-Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena
noche, me lo susurro a mí mismo.
Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la
propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia
parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.
-¿Le resultará difícil dormir? -yo también hablaba de la
propia muchacha-. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles
de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.
-Para que no puedas oírles -el brazo de la muchacha, con el
mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no
parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a
ello, la separación distaba de ser tan completa.
-El pulso. El sonido del pulso.
Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la
muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía
mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la
muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
-Mantendré alejados a los demonios -traviesamente, con
suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo
meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca
derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el
meñique de la muchacha.
Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado
de mi hombro derecho. Solamente el meñique -¿diremos que sólo él podía jugar
libremente?- estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña
apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible
únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de
articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la
primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en
otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por
el dedo anular.
Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más
bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero
por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría
mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los
dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a
uno de mis ojos, y cerré el otro.
-¿Un mundo nuevo? -preguntó el brazo-. ¿Y qué ves?
-Mi oscura habitación. Sus cinco luces -antes de terminar la
frase, casi grité-. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
-¿Y qué ves?
-Ha desaparecido.
-¿Y qué has visto?
-Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños
círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra
vez.
-Estás cansado -el brazo de la muchacha dejó mi brazo
derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
-¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda
dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?
Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me
lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No
podía recordar qué había sido.
-¿Era una ilusión que querías enseñarme?
-No. Al final la he borrado.
-De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos
dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.
-Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
-Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una
manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis
hombros y brazos, y también contra los pechos.
Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca
habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil
describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo,
separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?
En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez
de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez,
aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave
redondez de los pechos.
Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y
la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados
pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.
-Ahora la sangre está fluyendo -dije en voz baja-. Está fluyendo.
No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había
cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el
brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir
por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la
interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este
preciso momento, a través de mí; pero, ¿no habría algo desagradable cuando el
brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo
por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?
-No semejante traición -murmuré.
-Todo irá bien -susurró el brazo.
No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y
venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro
derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del
hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
Me quedé dormido.
Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo
color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el
lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había
desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo
derecho de la muchacha; Parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de
magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo y
cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían
caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó
muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar
nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.
Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había
conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no
había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.
La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma
de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.
Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé
tambaleándome tres o cuatro pasos.
Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi
brazo derecho.
Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que
estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi
cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al
siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado
nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un
impulso repentino y diabólico.
Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y
froté mi corazón demerite con la mano recobrada. A medida que los latidos se
calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo
de mi ser.
-¿Dónde está su brazo? -levanté la cabeza.
Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre
el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era
débilmente blanco bajo la luz opaca.
Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza
contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida
está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer
manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!
Yasunari Kawabata, (Osaka, 11 de junio de 1899 - 16 de abril de 1972)
Premio Nobel de Literatura en 1968
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