jueves, 2 de octubre de 2025

Requiescat in pace. Relato de Rocío Ruiz Corredor



He pedido a todos que nos dejen solos esta última noche hasta el amanecer. Tú ahí tumbado y yo aquí mirándote de arriba abajo, en la penumbra de esta alcoba a la luz de las velas, donde necesito vaciar el nudo que me atenaza la garganta, antes de que partas definitivamente. Tus manos están heladas, las tenías ardiendo hace un rato, quiero besarlas por última vez, pero no de hinojos, que tengo las rodillas hechas polvo y me cuesta mucho levantarme, y es que los años no pasan en balde.

 

        Un escalofrío recorre todo mi cuerpo al posar mis labios en tu marmórea frente, de lo helada que la tienes, como el resto de tu yerto cuerpo. Tu luenga barba ya no brilla como lo hacía antaño.

 

¡Qué ironía de la vida! Tú que has librado mil batallas y en todas has salido victorioso, no has sido capaz de vencer esta maldita herida infectada, tan pequeña pero tan mortal.

 

 

¡Oh Dios mío! Qué sola me dejas.

 

 

        He sufrido mucho porque no estabas nunca presente, que ibas y venías de un lado a otro, siempre viajando, que me tenías con el corazón en un puño, por esos caminos de Dios. Tan pronto estabas en Burgos como en Zaragoza, y yo sola con las niñas en Palencia, que no las viste crecer. Y qué me dices cuando te empeñaste en ir hasta Valencia, por unos meses decías, por esas tierras de moros, apresando y conquistando, que pasaste más de tres años en ganar aquellas villas. Me dijiste con lágrimas en los ojos: “Tenemos que separarnos, ya lo ves, los dos en vida, a ti te toca quedarte, a mí me toca la ida”. Pues te digo una cosa, que mil años han de pasar y no te podría perdonar, que los pasé encerrada entre cuatro paredes, estando en lo mejor de la vida. Que has de saber, que confundido estabas si creías que estaba bordando estolas para santos, que las agujas no se han hecho para mí. Mientras nuestras hijas bordaban su ajuar, yo deslizaba la pluma sobre alisados pergaminos que me salvaron de morir de melancolía. Cual Penélope, esperando su Ulises, yo tejía letras, las entrelazaba y después las volcaba sobre la fina piel de vitelo neonato, aunque luego, para que nadie lo leyera, los quemaba arrojándolos al fuego. Tenías que haber visto cómo ardían con el sebo, ascendían las pavesas que volátiles se esfumaban por la chimenea, como mis sueños.

 

Es que amor mío, mientras tú matabas moros yo mataba, de la mejor manera, el tiempo. ¡Ay! Si no hubiera sido por los libros del monasterio, no sé que hubiera hecho, porque los robaba del Scriptorium, que no me dejaste ni un marco de plata ni para comprar un folio apergaminado, que tú, te lo digo ahora que nadie nos escucha, no eras muy espléndido que digamos, que dejaste a los monjes de San Pedro de Cardeña tan solo mil marcos para que nos cuidasen a las tres, hasta tu vuelta, pues no nos llegó ni para alimentarnos seis meses, que no te cuento el hambre que pasamos, aunque luego, gracias a Dios, llegó tu primo Alvar Fáñez, por tu mandato, con oro y plata fina. Siempre tan atento, cumpliendo tus órdenes a rajatabla. Tenías que haberle visto, tan apuesto en su caballo, muy bien enfrenado, con la espada del arzón colgando, hincando las dos rodillas me besaba las dos manos, y empezó a hablar tan discreto, que yo no sabía dónde mirar con tan esforzado varón. Me mandabas a tu primo hermano para traerme noticas tuyas y llevarte él las mías, pero yo te quería a ti y tú diciendo que él era como tu mano derecha, tu brazo diestro, pero yo en aquel tiempo lo que ansiaba tener era todo tu cuerpo.

 

        ¡Caramba! Me estoy quedando helada del aire tan gélido que entra por esa ojiva, en esta noche de dolor de Jueves Santo, tan frío como tu frente o tus rígidas manos.

 

        Te digo otra cosa Rodrigo, que no ha sido fácil vivir así contigo de la Zeca a la Meca, que parecía que tenías culo de mal asiento. Si es que ya me lo advirtió mi madre, que en Gloria esté, y para eso tenía un ojo que no se le escapaba una: ”Mira hija, abre los ojos, no seas necia, que este hombre no te conviene, que ahora está con unos y luego con otros, queriendo complacer a todos, que solo va por su interés y sirve al que más le paga”, pero, a la sazón, yo no lo veía porque yo te quería y no veía con la venda que tenía en los ojos, y no es que no tuviese ningún otro pretendiente, que sin ir más lejos, mira tu vasallo Pedro Bermúdez, tenías que haber visto cómo se le iban los ojos al escote de mi brial, con decirte que en más de una ocasión tuve que pararle los pies. Ahora que lo pienso, tú sin embargo no paraste los pies a Urraca, que ya sé que Zamora no se conquistó en una hora, pero a la lagarta de su señora le bastaron cinco minutos para conquistarte ¡menuda pájara estaba hecha esa Urraca!, hay que ver cómo te tiraba los tejos y tú cómo los recogías, que yo no soy tonta aunque lo pareciera, que te gustaba más que a nuestro rey Don Alfonso, la mora Zaida. ¿Qué tendrán las moras que no tengamos las cristianas? Porque tu primo me confesó en una de sus visitas: “ Abrid los ojos Jimena, que vuestro marido  no está precisamente a la luna de Valencia y a vos os tiene aquí a dos velas…”

 

 

        ¡Cómo pasa veloz la noche, ya no tengo tiempo para  reproches! No quiero que te vayas todavía, ¡Cielo santo, ya canta el gallo! Tenemos que despedirnos amor mío, el final se acerca. Ya no sale de tus ojos llanto, que mucho héroe, mucho héroe, pero manantiales parecían cuando te cerraron las puertas en toda Castilla, que eso me lo contó tu primo, y es que, aunque parecías de hierro, debajo de esa armadura palpitaba un corazón blando, ahora parado. Te vi mojar tus barbas con amargas lágrimas cuando la afrenta a nuestras hijas ¡ En mala hora bordaron el ajuar, que nos salieron los yernos rana!

 

 

        Ya vuelve a cantar el gallo y todavía no te he contado lo que me oprime el pecho. Tengo que seguir vaciando todo lo que me pesa como un lastre, que ya va siendo hora de ir soltándolo. Pues vuelvo a acordarme nuevamente de mi madre, cuando me decía: “Jimena, estate atenta, que a la prima el primo se le arrima, y tu marido está ciego, no lo ve porque le ciega el oro del moro…” y lo que lograste es que tu brazo diestro, me trajera los abrazos que de ti me faltaron, que tú se lo decías metafóricamente y él se lo tomaba al pie de la letra. Menuda labia tenía Minaya, como quería que familiarmente le llamara, que no solo conquistó Guadalajara, sino a moras y a cristianas con sus palabras, que en eso estarás de acuerdo conmigo, que tú muy hábil con las armas, que en eso nadie te gana, pero muy parco en palabras. Cuando fue a por nosotras al monasterio para traernos junto a ti a Valencia, el Cielo se iluminó de nuevo para mí, estallando mi corazón de júbilo porque iba a volver a verte después de tanto tiempo. Minaya, tan culto tan caballero, me hablaba y me hablaba, haciendo más corto el camino, y yo me quedaba embobada escuchándole, en el fondo, te confieso ahora, que lo que realmente ansiaba es que faltasen mil leguas para atrasar la llegada, porque ¡ay! Rodrigo de mi alma, la galantería de tu primo, sus calzas prietas, su gallardía.. No puedo seguir…pero tengo que hacerlo.

 

 

Mi mula necesitaba abrevar su sed, además de descansar pues sus pezuñas sangraban de andar por esos caminos pedregosos, yo me quejaba continuamente, pero tu primo me animaba a continuar: “Si os hieren las piedras del camino, sonreíd porque camináis”.  Qué sabia reflexión, y es que tiene una labia y un piquito de oro. A lo lejos divisamos una frondosa vega, junto a un río y allí paramos, me ayudó a descabalgar, y yo bajé de mi mula casi flotando, las piernas me temblaban al sentir sus manos en mi cintura.

 

 

¡Virgen Santa! Que ya se están apagando los cirios y yo todavía no lo he soltado. Ya se escuchan los pasos, vienen a echarte la tapa porque el alba está rayando.

 

 

        Aquella noche la luna rielaba sobre las aguas del río, junto a la frondosa vega. Yo no sé lo que me pasó, te lo juro amor mío, pero allí sobre la fresca hierba “tu brazo diestro” me abrazaba con el siniestro, apeándome el trato: “tu marido no valora lo que tiene, con lo hermosa que tú eres. Es un necio porque cuando las mujeres son hermosas en sus cuerpos, han de excusar sus maridos todo fornicio” y a mí se me encendieron las mejillas y me derretí por dentro. Aunque yo quería soltarme, te lo juro, salir por espuelas, pero no lo hice, era joven todavía y no era de piedra. Quizá tu larga ausencia o la tentación que nos estaba rondando por el camino, pude haberlo evitado, pero caí de lleno en sus brazos. Ya no tengo tiempo de contarte lo que pasó bajo las estrellas, en aquella bucólica vega, además te revolverías en la caja y hasta eras capaz de levantar la cabeza.

 

 

Que yo no tuve la culpa Rodrigo, que mandaras a buscarme a tu primo hermano, el de la atrevida lanza. Fuiste tú el culpable, poniendo en él tu razón y tu esperanza, y él quiso siempre servirte como leal vasallo y mira, al final nos sirvió cumplidamente a los dos.

 

 

Por lo de aquella noche, descansa en paz, a nadie se lo he contado, porque lo que pasó en la vega se quedó en la vega.

 

 

        Las campanas llaman a maitines, Adiós mi amor, Mío Cid Requiescat in pace.

 

Rocío Ruiz Corredor


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