Por Agatha Mendes. Periodista.
“La vida no es como la cuentan, pero a veces se parece mucho.”
Hay libros que no se anuncian, que no hacen aspavientos, pero que desde el primer párrafo nos empujan a una frontera inestable entre la risa y el estremecimiento. Un hijo de perra y otros cuentos (2017) del chileno José Baroja es uno de esos libros. En él, lo insólito se cuela por las rendijas del hábito, y la muerte —esa figura cansada que dobla esquinas sin apuro— encuentra el modo de ser entrañable, incluso vulgar, sin perder nunca su filo.
Publicado en Concepción y actualmente disponible de forma gratuita en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, este volumen de cuentos breve e incisivo parece recordarnos que el cuento no necesita adornos para ser punzante, ni complejidades para tocar lo real. Baroja, heredero indirecto de la tradición de D’Halmar y Pedro Lemebel, pero también de Borges, Monterroso y Carver, escoge la concisión como ética estética.
Desde el relato que da título al libro, Un hijo de perra, hasta piezas como A las tres de la mañana, Melancólico relato sobre una rosa o Historia de un hombre que amó, se percibe una estrategia narrativa que no apunta a la sorpresa por sí misma, sino a la revelación de un mundo donde lo extraordinario no contradice lo banal. Hay en Baroja una voluntad de derrumbar la jerarquía entre lo fantástico y lo cotidiano: en sus historias, la muerte trabaja como un oficinista más; los fantasmas tocan el timbre con insistencia; los ancianos no mueren, se despiden lentamente entre recuerdos.
El recurso más poderoso de Baroja es, quizá, la ironía con la que describe lo irremediable. Lo hace sin cinismo, pero también sin sentimentalismo. El cuento A la vuelta de la esquina, por ejemplo, juega con el suspenso y lo resuelve con una simple anotación burocrática de la Parca, personaje fatigado, casi gris, que ejecuta su trabajo con desgano. Este tratamiento desdramatizado de la muerte —que no por eso la vuelve menos siniestra— recuerda ciertas viñetas de La increíble y triste historia de la cándida
Eréndira... de García Márquez o los monólogos periféricos de Bolaño.
La escritura de José Baroja rehúye de los excesos de autorreferencia que contaminan buena parte de la narrativa latinoamericana reciente. En vez de centrarse en la construcción del yo, Baroja se sitúa en los márgenes: narra a través de voces que observan más que declaran, personajes desbordados por su propia fragilidad. El cuento Melancólico relato sobre una rosa encontrada en el jardín de la universidad podría ser leído como una pieza auto ficcional, pero se resiste a la confesión. El personaje —profesor, poeta, académico triste— se diluye en una pequeña rosa, en una escena mínima, como si sólo a través de la pérdida del yo pudiera restituirse el lenguaje poético.
En un mundo literario saturado de auto ficciones, de novelas-río, de libros de no-ficción que disfrazan el ensayo de crónica o la crónica de novela, Un hijo de perra y otros cuentos representa una forma de resistencia: la del cuento puro, ese que no teme ser anecdótico si lo anecdótico contiene una verdad. No hay aquí aspiraciones grandilocuentes, ni tesis ocultas. Baroja narra porque recuerda, porque el cuento, como diría Benjamín, sigue siendo un consejo, una advertencia, una forma de pasar la experiencia de mano en mano, de boca en boca.
La apuesta de Baroja es arriesgada: hacer literatura con lo menor. Pero lo menor, en sus manos, es inmenso. No hay herejía en afirmar que estamos ante un narrador que, desde su esquina, dialoga de tú a tú con grandes cuentistas latinoamericanos. Y que lo hace sin alardes, con el mismo gesto sereno con que sus personajes saludan a la muerte, le dan pan al recuerdo o simplemente se sientan a esperar, con una copa de vino y dos copas vacías, que alguien les devuelva lo amado.
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